Por Carlos del Frade
El 12 de octubre es una fecha cargada de hipocresías y falsificaciones de la historia en estos arrabales del mundo. Los pueblos originarios, como bien cuenta Carlos Martínez Sarasola en su imprescindible libro “Nuestro paisanos los indios”, pusieron el cuerpo para la invención de la Argentina como país independiente. Hoy, en tiempos de semicolonia feroz, desaparecida la nación emancipada que alguna vez existió, devenida la Argentina en estrella escondida en la bandera de los Estados Unidos, viene bien repasar algunas de aquellas postales generalmente sepultadas por la historia oficial.
El 25 de junio de 1806 se produjeron las primeras invasiones inglesas. 1500 hombres toman la ciudad donde viven 30 mil personas. Desde el desembarco, grupos de tehuelches vigilaban sus movimientos y los seguían a distancia, hasta que pudieron confirmar cuáles eran sus intenciones. El 17 de agosto de aquel año, luego de rechazada la primera avanzada imperial, el Cabildo de Buenos Aires recibió la visita del indio pampa Felipe quien ofreció la colaboración de otros 16 caciques pampas y tehuelches para pelear contra los colorados.
Cuenta el historiador Cordero que «no obstante las expresiones de gratitud, abrazos y obsequios, los gobernantes desconfiaban. Desconfiaban y despreciaban a los indios. Los trataban, pero con recelo… Los cabildantes habrán pensado sobre las posibles consecuencias de ese aporte después de la derrota de los invasores, si ello se producía. Qué hubiera sido de la ciudad, del gobierno, del pueblo, con veinte mil indios armados y cien mil caballos?. Hasta la paz lograda entre pampas y ranqueles les resultaría sospechosa». Y Martínez Sarasola destaca el hecho diciendo que «por un instante, los indígenas, los criollos y aún los negros estuvieron juntos frente al agresor extranjero.
Por un instante habían estado del mismo lado, dando vida propia a esa matriz original del pueblo argentino en formación». A pesar del etnocidio que venían sufriendo, las naciones pampa y tehuelche aportaron sus vidas para enfrentar al invasor, un hecho que se repetiría en las luchas por la liberación continental y que nunca fueron tenidos en cuenta por quienes se apropiaron del poder.
El 8 de junio de 1810, los representantes de las haciendas y las tiendas porteñas no pueden creer lo que surge la letra del doctor Mariano Moreno: «la junta no ha podido mirar con indiferencia que los naturales hayan sido incorporados al cuerpo de castas, excluyéndolos de los batallones españoles a que corresponden.
Por su clase, y por expresas declaratorias de S.M., en lo sucesivo no debe haber diferencia entre el militar español y el indio: ambos son iguales y siempre debieron serlo, porque desde los principios del descubrimiento de estas Américas quisieron los reyes católicos que sus habitantes gozasen de los mismos privilegios que los vasallos de Castilla».
Belgrano, por su parte, legisló sobre las comunidades guaraníes, declarándolos «libres e iguales a los que hemos tenido la gloria de nacer en el suelo de América», al mismo tiempo que los habilitaba para todos los empleos civiles, políticos, militares y eclesiásticos. El 10 de enero de 1811, Juan José Castelli dispone que cada intendencia designe representantes indígenas. Decía la orden: «no satisfechas las miras liberales de esta Junta con haber restituido a los indios los derechos que un abuso intolerable había oscurecido, ha resuelto darles un influjo activo en el Congreso para que, concurriendo por sí mismos a la Constitución que ha de regirlos palpen las ventajas de su nueva situación y se disipen los resabios de la depresión en que han vivido». La suerte de los aborígenes argentinos sería anticipada por el destino de estos tres hombres, Moreno, Belgrano y Castelli. Sin embargo, algo sobreviviría hasta nuestros días, algo vinculado a la palabra dignidad.
El primero de setiembre de 1811 se decretó la abolición del tributo que debían pagar los indígenas. Su texto ofrece la visión revolucionaria de los primeros tiempos de la vida política del país. «Nada se ha mirado con más horror desde los primeros momentos de la instalación del actual gobierno como el estado miserable y abatido de la desgraciada raza de los indios. Estos nuestros hermanos, que son ciertamente los hijos primogénitos de la América, eran los que más excluidos se lloraban de todos los bienes y ventajas que tan libremente había franqueado a su suelo patrio la misma naturaleza y hechos víctimas desgraciadas de la ambición, no sólo han estado sepultados en la esclavitud más ignominiosa, sino que desde ella misma debían saciar su sudor la codicia y el lujo de sus opresores. Tan humillante suerte no podía dejar de interesar la sensibilidad de un gobierno empeñado en cimentar la verdadera felicidad general de la patria, no por proclamaciones insignificantes y de puras palabras, sino por la ejecución de los mismos principios liberales a que ha debido su formación y deben producir su subsistencia y felicidad».
Buenas intenciones y exterminio
A pesar de las buenas intenciones luego ratificadas en la Asamblea del año XIII con la abolición de la mita, la encomienda y el yanaconazgo, las naciones indias argentinas sufrirían nuevas guerras de exterminio y todavía esperan la promulgación de la ley del aborigen que se aprobó en 1985. Es también una forma de pensar cómo se perdió o se traicionaron los ideales de mayo.
Setiembre de 1816, a los pies de la cordillera de los Andes. San Martín sabe que no encontrará aliados entre los porteños o los representantes de la burguesía, por ello busca la alianza con los indios del sur mendocino.
Los he convocado para hacerles saber que los españoles van a pasar del Chile con su ejército para matar a todos los indios, y robarles sus mujeres e hijos. En vista de ello y como yo también soy indio voy a acabar con los godos que les han robado a ustedes las tierras de sus antepasados, y para ello pasaré los Andes con mi ejército y con esos cañones… Debo pasar los Andes por el sud, pero necesito para ello licencia de ustedes que son los dueños del país –les dijo San Martín.
El 27 de julio de 1819, San Martín diría: «… y sino andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios: seamos libres y lo demás no importa nada».
Estando en el gobierno del Perú, San Martín decretaría el 27 de agosto de 1821, la abolición del tributo por vasallaje que debían pagar los indios a los españoles, la eliminación a la mita, la encomienda y el yanaconazgo y los declararía «peruanos» para intentar zanjar las diferencias desde el propio lenguaje.
La pesadilla artiguista
Andrés Guacurarí, nació en el pueblo guaraní de San Borja, en el mismo año que San Martín, en 1778, en el límite entre Corrientes y Brasil, y se convirtió en el principal lugarteniente de Artigas quien lo adoptó como hijo. Fue el símbolo de la pesadilla artiguista para los sectores que ya habían alejado a Moreno, Castelli y Belgrano del centro de las decisiones económicas, políticas y sociales. Un indio con poder y mentalidad igualitaria.
Para Sarasola marcó tres puntos fundamentales a través de su actuación, «la recuperación integral de la tradición guaraní; la supremacía indígena, las comunidades indígenas por un momento son dueñas de la situación política en igualdad de condiciones que la élite criolla y aún en desmedro de ella, ocupando por cuatro años (1815-1819) la escena, en gran parte de la región Litoral; y la implantación de medidas revolucionarias».
«Había puesto las estancias y los yerbatales bajo la supervisión de los cabildos, con mayoría indígena entre sus integrantes, los que eran democráticamente elegidos por asambleas; asimismo había estimulado la agricultura y la ganadería y sentado las bases de dos fábricas, de pólvora y chuzas de hierro. Cumplimentando el reglamento promulgado por Artigas en 1815, inicia además el reparto de tierras».
El 24 de junio de 1819, su enconado rival, el general portugués Chagas, logró capturarlo juntamente a otros 400 indios guaraníes que murieron en las mazmorras de Porto Alegre. Dicen que Andresito murió en la prisión de las islas das Cobras, en el océano Atlántico, un día de 1822. Gustaba encabezar sus cartas, «por la patria y mis desvelos».