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No desviemos la conversación

Pareciera que el centro de la cuestión que explotó en la escena política en las últimas semanas es descubrir quién filtró los audios en los que Diego Spagnuolo, examigo dilecto de Javier Milei y exdirector ejecutivo de la Agencia Nacional de Discapacidad (Andis), da cuenta de que en el Gobierno la corrupción avanza. Nadie, empezando por el propio Spagnuolo, desmintió hasta ahora, que la voz denunciante sea la del exfuncionario. El silencio y el estupor inicial del Gobierno y sus cortesanos, sumados a las patéticas, tardías y absurdas estrategias defensivas, adoptadas más tarde, parecen avalar que quien habla sin metáforas ni medias tintas, es el despechado (y despachado) Spagnuolo.

A partir de ahí se inició uno de los tantos siniestros sainetes en los que es pródiga la política argentina, siempre representados por pésimos actores, que cuanto más intentan fingir inocencia y probidad, más al desnudo exhiben sus sospechosas oscuridades. En medio de esa barahúnda de acusaciones y amenazas cruzadas, queda sin respuesta la pregunta esencial, la que hace al corazón del asunto. ¿Más allá de si es o no es Spagnuolo el que habla, más allá de quién y por qué filtró el audio?, ¿lo que ahí se dice es verdad o no lo es? Alguien que estuvo durante más de un año y medio en la cocina del Gobierno (y que por ahora, no niega ser quien habla) dice que hay un monumental mecanismo de corrupción, que incluye a la propia hermana del Presidente, además de sus dos laderos más cercanos, y abarca a figurones del negocio de medicamentos, todo a costa de miles de discapacitados que quedan a la intemperie, privados de cobertura imprescindible. Se usa hasta el hartazgo la palabra “presunto” para referirse a este hecho, lo cual no solo significa prudencia sino, en cierto modo, también hipocresía, al menos mientras los nombrados y comprometidos en la cuestión no demuestren con pruebas que lo que se escucha en los audios no es cierto.

Desviar el tema central, embarrar la cancha, tirar la pelota afuera, impugnar jueces, ocultar pruebas, culpar a otros son herramientas clásicas en estas situaciones. Ocurrió también con el kirchnerismo, cuando se desplegaron una y mil formas de eludir la respuesta a la pregunta central: ¿el robo, la acción corrupta, el delito que se denunció, existió o no? ¿Y frente a la prueba: cuál es la contraprueba, si es que la hay? Todavía hoy se discute algo tan absurdo como si Cristina Fernández de Kirchner está proscripta, pero ninguno de sus fanáticos (tampoco ella) puede probar que es inocente en el tema por el cual fue condenada.

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La política y los políticos en la Argentina son generosos en irresponsabilidad. Ligeros de boca y rápidos de mano enmudecen y tuercen la cuestión cuando se trata de hacerse cargo y responder ante las consecuencias de sus actos. En esto sí representan muy bien a la cultura de la cual provienen, la de la sociedad. Evadir responsabilidades es muy “argentum”, se trata de una seña de identidad que no distingue banderías, militancias, género ni actividad, y que se manifiesta en lo público y en lo privado. Allí fermenta, probablemente, la repetida conducta que hoy se evidencia nuevamente: no responder a la cuestión esencial, desviar la conversación. Pero la irresponsabilidad no es gratuita. El pensador y físico francés Gustave Le Bon (1841-1931), uno de los iniciadores de la psicología social, apuntaba que la anarquía está en todas partes cuando la responsabilidad no está en ninguna.

Tiempo antes, sin hablar específicamente de responsabilidad, su compatriota Michel de Montaigne (1533-1592), padre del ensayo como género, lo dijo a su manera: “A nadie le va mal durante mucho tiempo sin que él mismo tenga la culpa”.

*Escritor y periodista.

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