Clodus, como se lo conocía por su nombre de “guerra”, se hallaba en el pasillo, en un complejo que parecía un hotel, con la mirada clavada en una puerta de madera, también como de hotel, en México DF. En el interior, la Conducción, también conocida como el Alto Mando, aparentemente decidía su destino.
Era agosto de 1982. Apenas un par de meses atrás, la Conducción, revirtiendo toda su anterior posición de “lucha a muerte” contra la Dictadura, le había ofrecido a Galtieri sumar a los pocos sobrevivientes de la Organización al zafarrancho sanguinario de Malvinas.
La Dictadura se caía por su propio peso desde 1979; la Organización había acudido presta en su auxilio, aportándole el centenar de muertes durante la Operación Contra Ataque en ese mismo año, y tres años más tarde, intentando aniquilar a sus propios sobrevivientes, en la derrota autoinfligida de Malvinas, ofertándoselos a Galtieri como carne de cañón. La Dictadura les respondió que meterían presos a todos: a la Conducción y a los que se intentaran sumar como voluntarios.
En ese mismo 1979, cuando la Conducción decidió el Contra Ataque, un grupo disidente de la propia Organización se había opuesto. Ipso facto, la Conducción acusó a los disidentes de colaborar con la Dictadura, mientras que los disidentes replicaron que los colaboracionistas eran los integrantes de la Conducción. En suma cero, todos los dirigentes relevantes de la Organización, según sus principales voceros, colaboraban con la Dictadura. Podrían haberse acusado de cualquier otra cosa, pero las denuncias intercambiadas se centraban en ese solo punto.
No obstante, Clodus aguardaba su veredicto, poniendo su libertad, o su vida, al arbitrio de la Conducción original.
Prácticamente, con Clodus, quedaban veinte integrantes nominales de la Organización. Quizás con simpatizantes y adherentes, en la Argentina y el resto del mundo, sumaran 40.
Con la derrota en Malvinas, quizás la única derrota incruenta de la Organización -habían intentado que los mataran pero sin éxito, solo eran perdedores morales-, la Dictadura finalmente se venía abajo, por más que la Organización hubiera hecho, fácticamente, todo lo posible a su alcance para preservarla en el poder.
En esa deriva hacia la “democracia liberal” o “burguesa”, la Organización procuraba agiornarse. Le habían enviado una carta al Papa Juan Pablo II prometiendo portarse bien y buscar la reconciliación. En ese mismo espíritu, en vez de directamente ejecutar la sentencia a muerte sobre Clodus, le ofrecían un símil de juicio “pequeño burgués”, es decir, con abogado defensor. Una innovación absoluta en el marco de la Organización, que juzgaba y asesinaba, hasta el momento, sin la concurrencia de instancia alguna de defensa del acusado, ni investigación pertinente. No habían logrado imponer la revolución socialista, pero retomaban algunas novedades de la Revolución Francesa.
Durante esos tres años habían intentado dos veces ejecutar a Clodus, infructuosamente. La primera en Lima, a fines de 1980, denunciándolo a un comando de la Dictadura sito en la capital peruana. Y la otra en el propio DF, en 1981, durante una parodia de entrenamiento militar.
El fiscal en este caso sería uno de los tres comandantes de la Conducción, el Cráneo Fracasi. Y la abogada defensora, Lina Murba, la esposa de Fracasi, ex monja.
Clodus se preguntaba, nunca en voz alta, si el apellido Fracasi era el más adecuado para un integrante de una organización revolucionaria en plena lucha. Y se respondía, aún condenado a muerte y en medio de la debacle, que esa clase de pensamientos eran de clase. Aunque, en rigor, Fracasi provenía de una clase social más encumbrada que Clodus, y había logrado sumar una cantidad de dinero, por medio de los secuestros extorsivos y el delito en general, infinitamente mayor que la que Clodus pudiera llegar a acumular por el resto de su vida, ya fuera que lo mataran o indultaran al salir de aquella reunión. Tenía 25 años.
El fiscal detalló la acusación, datada en los sucesos de 1979. El comando integrado por Clodus, en el contexto de la Operación Contra Ataque, incluía entre sus objetivos la interrupción de la transmisión oficial de la televisión argentina, para que se viera, en cambio, en Capital Federal y Gran Buenos Aires, un discurso del líder máximo de la Organización, Tejo Zizak, (a) el Ustacha.
En la transmisión oficial, se aguardaban unas declaraciones, no del todo relevantes, del Ministro de Infraestructura de la Dictadura. El comando Siete, como se llamaban los conjurados, logró exitosamente intervenir la señal -quizás el único éxito de toda su carrera operativa-, pero no transmitir el contenido programado.
Lo que se vio al aire, extemporáneamente, fueron diez minutos en francés de las serie infantil El pato Saturnino. Ese efectivamente era uno de los programas que se emitían por la televisión argentina, pero no en ese horario, ni en ese canal, ni mucho menos en francés. Clodus nunca había sabido cuál era el idioma original de la serie, ni qué decía el pato. Todos sus compañeros del comando Siete habían muerto, en combate, cuando la Dictadura los sorprendió en su “escondite”, el hotel de la madre de uno de los integrantes del Comando, vigilado por la Dictadura desde hacía por lo menos dos semanas previas.
Clodus era el único restante, para juzgar por lo que la Conducción denominaba el expediente Saturnino.
¿Cómo podía haber ocurrido aquel desastre comunicacional? ¿Acaso era una afrenta contra el Tejo? ¿Una traición operada por los disidentes? ¿Una infiltración -una más- de la Dictadura?
La Conducción habían condenado a muerte a Clodus, el único sobreviviente del Comando Siete. Y ahora le permitían una deposición, como un gesto de apertura ante los nuevos tiempos.
-No tengo la menor idea de cómo apareció el pato Saturnino en la transmisión -repitió Clodus, ante el fiscal y la abogada, el matrimonio Fracasi-. Nunca antes había visto esa serie. No sabía que los patos hablaran. Excepto Donald…
-Pero es una ficción -lo interrumpió el fiscal-.
-Una ficción pequeñoburguesa -acotó el Tejo, con odio-.
-Perdón, comandante -lo morigeró Lina, la fiscal-. Usted no está autorizado a hablar en este punto del proceso.
-¿Pero no soy testigo de cargo? -masculló el Tejo-.
Ninguno sabía lo que significaba la expresión.
-Lo que quiero decir -siguió Clodus-, es que desconocía la serie El pato Saturnino. Y que no tuve la menor incidencia en que apareciera ese pato en lugar de la preclara arenga de nuestro comandante..
-El pato Saturnino no puede haber aparecido de la nada, como un rayo en un día soleado, caído del cielo -acusó el fiscal-.
-Los patos no vuelan -acotó, sin pedir permiso, el Tejo-.
La fiscal prefirió no volver a llamarlo al orden.
-¿Tu hijo no veía el Pato Saturnino? -preguntó inquisitivo el Cráneo Fracasi, tuteándolo.
-No había nacido -explicó Clodus-. Tiene dos años y medio.
-Pido para mi defendido la degradación y la condena de volver al país para realizar trabajos forzados -apeló la abogada-. Entendiendo por los mismos la infiltración en los eslabones superiores de las fuerzas de seguridad del Enemigo, o como intercambio para liberar a algún compañero heroico.
-Ratifico la condena a muerte -sentenció el fiscal-.
-Pero cómo pudo pasar que saliera al aire, en mi nombre, el Pato Saturnino. Si me dijeras Moreira… -peroró el Tejo-.
Pero se contuvo y dictaminó con tono impersonal:
-Ratificamos la sentencia de muerte. Será ejecutada en el tiempo y lugar que la Organización determine más oportuna. El acusado puede retirarse.
Quedaron 19.