Juan Aguzzi
Casi en el corazón de Los Ángeles, en los años 70 del siglo pasado y en la zona conocida como West Hollywood, existió un espacio muy particular cuya onda expansiva fue creciendo a la medida de las figuras que lo visitaban, sobre todo aquellas ligadas al rock y la música en general, aunque también había actores y actrices porque, claro, se trataba de un lugar situado en la meca del cine y también escritores de todo tipo. En su planta baja, el lugar era un bar-comedor llamado Rainbow Bar & Grill, que estaba en pleno corazón del tramo de Sunset Boulevard que atraviesa justamente West Hollywood y al que se conoce como Sunset Strip.
Quien enciende la mecha para que el en un principio tranquilo bar al paso de comidas se convierta en otra cosa muy distinta fue el cantante de hard rock y heavy metal Alice Cooper, quien ensayaba en un viejo depósito, que estaba a unas pocas cuadras, con su banda dándole forma a su cuarto álbum, Killer, y que había quedado prendado por unos tragos que le había dado a probar un barman de origen portorriqueño que hacia la tardecita, atendía el lugar. A partir de allí, cuando las guitarras se guardaban en los estuches y los equipos emitían sus últimos hálitos, Cooper dejaba el improvisado estudio y enfilaba para el bar.
Una de esas veces, cuando se dio vuelta para mirar alrededor y dejó de escuchar al barman contar su dura infancia al llegar a Brooklyn, vio una escalera que conducía a un primer piso; subió y cuál no sería su sorpresa al descubrir otro piso más que lucía algo desusado y apenas pasaron unos segundos hasta que le preguntó a Benny, el portorriqueño, si ese lugar podía usarse. El barman respondió que varias veces el dueño del bar había intentado ponerlo en condiciones, pero que pronto abandonaba sus intenciones, aunque no sabía explicarle las razones. Cooper le dijo que si el problema era el dinero, él estaba dispuesto a poner lo que hiciera falta para que luzca lo mejor posible.
Así, algunas tardes después, mientras le servía un mojito bien cargado, Benny le anunció a Alice que su oferta había sido aceptada. De este modo, surgió una cofradía que se autodenominaría The Hollywood Vampires y se iría conformando con una variopinta especie humana vinculada a las actividades artísticas y, más que nada, con participación de otros músicos que por la época asolaban las calles de Los Ángeles buscando un descanso para beber, en lo posible, sin pausa.
Beber hasta no poder más
El histrionismo de Alice Cooper sería fundamental para dar al segundo piso del Rainbow Bar la impronta delirante que lo haría famoso y venerado por aquellos que buscaban en la bebida un solaz para calmar la ansiedad de las tremendas y variadas tentaciones que llovían en esa época sobre una ciudad maravillosa. Vincent Damon Furnier, el creador del shock teatral, como dio en llamar a su estilo de excesos en escena, que se quedó con el nombre de su banda inicial, en la que era vocalista, Alice Cooper, era un bebedor consuetudinario, por lo que el único requisito para ser parte de aquel club exclusivo era “beber hasta no poder más”.
Luego de pactar un alquiler por el segundo piso con el dueño del Rainbow Bar –porque lo que Cooper buscaba era tener el dominio de ese espacio para forjar una membresía de socios dispuestos a cumplir a rajatabla la consigna principal–, fue ambientando el espacio con pequeñas mesas, sillas, sillones y banquetas gastados, una buena cantidad de afiches sobre shows ya ocurridos o por venir y una decoración que iba desde lámparas de lava –inventadas apenas un poco más de una década atrás– hasta cortinas pesadas, lo que proveían al espacio de una penumbra adecuada para sentirse a gusto fuera de las luminarias de un escenario.
Los Ángeles era una ciudad habitada por directores de cine y teatro, por actores y, como se dijo, por músicos y estos últimos o armaban su propio lugar para tocar y beber o estaban atentos a que surgiera un sitio así en algún punto de la ciudad. Más pronto que tarde el Rainbow comenzó a ser visitado por Keith Moon, baterista de The Who; Grace Slick, la todopoderosa cantante de Jefferson Airplane; el inmortal Jim Morrison; Alan “Búho Ciego” Wilson, cantante y guitarrista de Canned Heat; Bob Weir y Ron «Pigpen» McKernan, guitarra rítmica y tecladista de Grateful Dead, respectivamente; Bruce Palmer, bajista de Buffalo Springfield; el cantante Harry Nilsson, de quien se dijo que pudo ser el quinto beatle; el actor, director y baterista de la banda The Monkees, Micky Dolenz, Robert Plant y John Bonham de Led Zeppelin, y, nada menos, por Ringo Starr y John Lennon, pero también artista plásticos como Salvador Dalí y geniales actores consagrados como Groucho Marx entre otros nombres rutilantes de la escena musical de los 70 que pululaban por esa propicia zona de producción y desmesuras varias. El llamador principal era compartir escenarios, ideas, alcohol e interminables madrugadas en ese espacio libre de miradas o cazadores de artistas indiscretos. Este aspecto, sobre todo, el de sentirse libres chupando a mansalva, le dio al “second floor” del Rainbow el mote de cueva, de cueva de Alice, como comenzó a llamársele entre quienes ya se sentían parte de la movida.
Mucama francesa, Hitler y Batman
El clima generado por esta singular convocatoria fue espesándose de manera que no era extraño ver subir al segundo piso del Rainbow a estos músicos a diferentes horas a partir de las seis de la tarde. Pronto se le hizo un cerramiento al segundo piso y Cooper y Moon, tenían una llave que abría esa parte, y cuando las luces de la planta baja se apagaban, allá arriba la noche apenas comenzaba. Afecto a los disfraces y a las puestas en escena, Cooper programaba las noches con actuaciones y escenas o, simplemente, invitaba a que la gente viniera con alguna vestimenta que identificara a algún personaje del mundo artístico o de la historia, y actuará como imaginaba que aquél lo haría, aunque más no sea bebiendo copa tras copa.
A quien mejor le calzó la propuesta fue a Keith Moon. Totalmente abrazado al Rainbow, el irredimible baterista de The Who fue convirtiéndose en el alma inquieta que animaba la mayoría de las noches, ya fuera porque alguna vez había actuado en elencos juveniles en el Londres de su adolescencia, o porque era una continuidad del estilo exuberante conque hacía sonar la batería, el bichito le siguió picando y no era extraño encontrarlo vestido como una mucama francesa ataviada con corset, medias, liguero y una bandeja en la mano surtida de tragos que Benny preparaba con fruición poco menos que académica. En otras oportunidades, el endiablado Keith era un cirujano con sus manos todavía ensangrentadas hablando de los cortes expertos que había practicado en el quirófano sobre los cuerpos convalecientes; otras fue un histérico Hitler en su bunker de la cancillería cuando las tropas soviéticas amenazaban entrar en Berlín.
Cuando esto pasaba, el resto de la gente también participaba activamente de la situación y entonces todo se convertía en escenas de una puesta disparatada capaz de producir momentos tan hilarantes como absurdos en un contexto donde los vahos del alcohol desplegaban una atmósfera en la que se borraban las distinciones entre la simulación y la posible realidad.
Mick Jagger, quien también visitaba a The Hollywood Vampires cuando estaba en Los Ángeles, suele contar un episodio de aquellos días que lo tuvo a Moon y a él como protagonistas. Lo que nunca supo es contar por qué ocurrió. No fue en el ya famoso segundo piso sino en la habitación de hotel donde se hospedaba el Stone. Cual no habrá sido la sorpresa de Jagger al despertarse en medio de la noche y encontrar a Batman con un boomerang en la mano. El front-man de los Rolling lo contó así: “Estaba en un hotel de Los Ángeles, dormido, y me desperté y estaba Batman frente a mí, con la máscara. No es lo que esperás a mitad de la noche. Creo que tenía un boomerang que amenazaba arrojarme. Se lo saqué y me dijo que era Keith y le dije que no porque no reconocía su voz, ya que yo pensaba en mi compañero Richards, pero rápido me dijo que era Keith Moon. Después se quitó la máscara”. No estaba tan claro cómo Moon había logrado acceder a la habitación de su amigo, pero luego le confesó que lo había hecho por la escalera de incendios.
“Esa noche yo había ido al Rainbow y habíamos bebido bastante, pero él era un loco capaz de hacer lo que le viniera en gana solo por divertirse, tenías que quererlo, porque si no, te podías embroncar fácilmente”. En tren de estas confesiones, puede entenderse cómo una tarde Moon y Cooper llevaron un ataúd que colocaron en un ángulo del segundo piso y más de una vez, cuando casi no podía levantarse de su sillón, el baterista se arrastraba hasta el cajón y se zambullía dentro. Cooper tenía uno en su casa y decía hacer lo mismo rescatando su interior mullido y el “bienestar” de dormir boca arriba.
El mismísimo John Lennon vivió por esa época uno de sus periodos más afectos al consumo de alcohol y sustancias. Alejado por esos días de Yoko Ono –aparentemente tras una pelea temporal– había abandonado New York y se había mudado a Los Ángeles, donde alquiló una casa con el cantante y compositor Harry Nilsson, a quien conocía de Inglaterra y en su momento había sido sondeado para integrar lo que hubiera sido “los cinco de Liverpool”. Habitué del Rainbow, Lennon sostenía que beber era siempre más importante que comer, porque el vino, insistía, podía abrir las cabezas y hacer surgir la más poderosas imágenes. Entre brindis, improvisaciones –en cierto momento, las zapadas se imponían con pasajes que más de uno hubiera querido grabar–, debates de corte filosófico –porque allí también iban tardíos escritores y poetas beatniks y actores teatrales amantes de Beckett que aspiraban a un gran papel en el cine–, y momentos de autoexploración conjunta, Lennon escribió algunas de las letras que un poco después cantaría junto a la Plastic Ono Band.
La vida al límite
En esos trances en el Rainbow, Nilsson usaba un megáfono y actuaba como un narrador oficial de lo que allí ocurría. Los arrumacos, incluidos besos y caricias sin límites, estaban a la orden de las noches y cuando pescaba algún fraganti, Nilsson vociferaba “…!Allí en el sofá izquierdo se produce un acto de infidelidad!”, causando risotadas y enojos por igual aunque todo el mundo sabía que los “levantes” y cambios de pareja podían darse al instante. Haciendo gala de su versatilidad para el canto, Nilsson acostumbraba a tararear canciones de cuna en un tono que envidiaría cualquier vocalista punk, y que ni decir de los coros, que abultaban los temas hasta límites insospechables. Lo satírico y lo absurdo campeaban en las extravagantes noches del Rainbow.
Los que asistían morían por ser parte de The Hollywood Vampires, pero no cualquiera lo conseguía. Había que resistir una noche entera de copas sin perder el conocimiento, sin vomitar, sin quejarse, ese era el rito de iniciación, y, aunque muchos lo intentaban, pocos lo lograban. Cuentan que una noche el eximio Eric Clapton quiso “pertenecer”, pero a la primera botella se quedó dormido en su sillón, y todavía faltaba para la medianoche, lo que, según pregonaba Cooper, era inadmisible para integrar la membresía. Lo de Hollywood Vampires había surgido a partir de la práctica de ese estilo de vida que profesaban los miembros de la cofradía, es decir, seres nocturnos, bebedores empedernidos, amantes del caos escénico, resistentes a los bajones de alcohol y dispuestos siempre a volver a empezar.
Años después, cuando el Rainbow como tal ya no existía, en sus paredes sobresalían las firmas, dibujos y chistes de una gran cantidad de músicos hoy muertos o desaparecidos de la escena por su veteranía. Pero los que viven todavía recuerdan esas noches brutales y entregadas al frenesí de su tiempo, en todo caso una leyenda tramada entre música, risotadas, humos varios, torrentes de alcohol y fantásticas y disruptivas performances, todas escenas del lado más salvaje del rock, de ese tiempo donde para muchos de los que allí estuvieron, la vida se jugaba al límite y cada noche podía ser la última. Décadas más tarde, en 2012, Alice Cooper resucitaría el nombre Hollywood Vampires como banda tributo a la música de estrellas del rock fallecidas, junto al actor Johnny Depp y al guitarrista de Aerosmith, Joe Perry.